Estos tiempos navideños nos cuestionan…
El Evangelio de Mateo, en el capítulo 19, narra la historia de un joven adinerado: “el joven rico” lo denominan. Nosotros pensamos que, de rico, este joven tiene poco. Leamos lo que dice la Biblia:
Un hombre joven se le acercó y le dijo: ‘Maestro, ¿qué es lo bueno que debo hacer para conseguir la vida eterna?’
Jesús contestó: ‘¿Por qué me preguntas sobre lo que es bueno? Uno solo es el Bueno. Pero si quieres entrar en la vida, cumple los mandamientos.
El joven dijo: ‘¿Cuáles?’ Jesús respondió: ‘No matar, no cometer adulterio, no hurtar, no levantar falso testimonio, honrar al padre y a la madre y amar al prójimo como a sí mismo.
El joven le dijo: ‘Todo esto lo he guardado, ¿qué más me falta?’
Jesús le dijo: ‘Si quieres ser perfecto, vende todo lo que posees y reparte el dinero entre los pobres, para que tengas un tesoro en el Cielo. Después ven y sígueme.
Cuando el joven oyó esta respuesta, se marchó triste, porque era un gran terrateniente (Mt 19,16-22).
El que tiene dinero no es necesariamente “rico”. La riqueza es un estado del alma; es intrínseca al “ser” y no al “tener”. La riqueza no se agota en lo material, eso constituiría un reduccionismo del término, Rico es aquel que es libre, aquel que se conoce a sí mismo y tiene claros los objetivos de su vida. Rico es aquel que halló ya un propósito a su existencia y vive un estado de realización personal. Rico es aquel que tiene amigos, aquel que ha descubierto la causa profunda de su permanencia en este mundo.
Pero este joven era tan pobre que solo tenía dinero. Por ello cuando Jesús le dice que “para ser perfecto vaya y venda todo lo que tiene, se lo de a los pobres y luego le siga…”, él se fue triste. Estaba atado a su dinero…
Aquel joven pudo ser un apóstol de Jesús. Su nombre pudo haber estado grabado en nuestra mente, como el de Pedro, Juan o Andrés. Pudo imprimirlo en el calendario de nuestros santos… pero no está. Pero lo fundamental: pudo realizarse y ser auténticamente feliz. Pero… se excusó. No aceptó el reto. No dio la talla. Se acobardó ante el llamado poderoso de Jesús. Hoy no sabemos nada de él y es utilizado como un ejemplo negativo, una historia frustrada de alguien que pudo ser grande y no fue. Aquel chico que debió dejar huella para siempre, se conformó con la pobreza de su dinero.
No es que el dinero sea malo. Con él se puede ayudar a mucha gente y, de hecho, Dios nos llama a vivir con dignidad. El dinero -como todo en la vida- se convierte en un antivalor cuando lo convertimos en nuestro ídolo; decidimos vivir sólo para él y radicalizamos su importancia y su poder en detrimento de las personas o de principios superiores.
Es por ello que estos tiempos navideños nos cuestionan la vida. ¿Estaremos viviendo bien? ¿Somos personas que priorizan lo espiritual sobre lo material? ¿Nuestro estilo de vida subordina el “tener más” al “ser más”? ¿Tenemos claro que el seguimiento a Jesús, es decir el optar por valores y principios éticos y evangélicos genera en nosotros realización y plenitud y nos da equilibrio y felicidad? La Navidad es una oportunidad para revisar nuestra vida y tomar decisiones.
Jesús -igual que al joven rico- nos llama a ser perfectos. La perfección es el despliegue de todas nuestras capacidades humanas en búsqueda de un fin noble. Para los cristianos el término “perfección” puede ser un sinónimo de santidad. Hoy, tiempo de Navidad, podemos decir SÍ a la invitación maravillosa del Carpintero de Nazaret. Sí a la vida. Sí a la dignidad y a la verdad. Sí a subordinar lo material al amor, al servicio, a la autenticidad, a la ética, a la integridad.
Navidad es decir SÍ a la invitación de Jesús.