Ésta, es una anécdota personal que ocurrió hace varios años…
Llegó la época de Navidad, en aquel tiempo caminábamos muy felices siguiendo las huellas de Jesucristo a través de la Comunidad Misionera Jarcia; así que, organizamos sendas misiones a barrios marginales. En aquella vez, -igual que ahora- los barrios Martha Roldós y Pisulí, ubicados al norte de Quito, tenían graves problemas de delincuencia. Decidimos ir allí, justamente, porque suponíamos que nadie iría.
Me acompañaba, como siempre, mi camioneta celeste, una Luv del 78, que pertenecía a mi padre Marito. Bueno, creo que pertenecía más a Dios porque a través de ella realizamos infinidad de tareas de ayuda social. Recuerdo que, en aquellos días, la camioneta estaba con problemas mecánicos. No encendía y había que empujarla. En fin, con todo eso, igual nos fuimos.
Todo iba bien hasta que en Pisulí después de cantar villancicos y predicar la Buena Nueva de Jesús, algunas personas comenzaron a insultarnos. Nos acusaban de ayudar solamente a Pisulí y no al barrio Martha Roldós. Al ver aquello sugerí que nos retiremos. Teníamos dos vehículos. Nos separamos. Mientras mis amigos empujaban mi vehículo la situación empeoró, comenzaron a lanzar piedras.
Íbamos calle abajo y afortunadamente la camioneta se deslizaba por gravedad. Pero los agresores se quedaron cerca del otro auto. Para colmo la camioneta ya no prendió más y toda la gente venía muy nerviosa. Las chicas lloraban, y no encontrábamos una salida. Sugerí que corran; yo no podía hacerlo, estaba dispuesto, como todo capitán, a morir junto a mi nave.
Obviamente mis amigos muy solidarios no se fueron. Nos quedamos allí sin saber que hacer en medio de nuestra ansiedad. Fue entonces cuando José Luis Almeida -otro de nuestros compañeros. Apareció. Venia del otro vehículo a informarnos que nadie resultó herido. Esto nos alivió mucho, pero hubo algo más…
Al vernos tan estresados nos invitó a orar para ¡dar gracias a Dios! Yo no quería hacer eso. Estábamos aún en peligro, y me parecía una insensatez ponerse a orar en vez de actuar. Nos invitó a tomarnos de la mano y comenzó a dar gracias. No le voy a cansar amigo lector, solo le diré que esa oración fue mágica. Nos tranquilizó, nos devolvió la fe. ¡Y nos salvó! Apenas dos minutos después de aquello apareció, como por encanto, un poblador de allí que se presentó como mecánico automotriz. Revisó el vehículo y ¡lo reparó! Yo sonreía burlándome de mí mismo.
¿Cuál fue el verdadero milagro?
Al inicio creí que fue la aparición del mecánico. Meditando luego me di cuenta que fueron dos. El segundo fue la oración. Orar en aquel momento de crisis y fragilidad fue una medicina para el alma. El peligro no había pasado, pero sobreabundó la paz.
“Estén siempre alegres, oren sin cesar y den gracias a Dios en toda situación…”
1 Tes 5,16.